domingo, 4 de julio de 2010

José Julio Barberis

A los amigos uno los encuentra sin buscarlos. Están allí, pueden pasar frente a tí muchas veces y solo un día, por casualidad, cuando te detienes a cruzar con ellos dos o tres palabras, descubres en su risa o en su mirada algo con lo que te identificas, puede ser una identidad indescrifrable en ese momento, pero ese algo se traduce en un indiscutible sentimiento de confianza.

Fue quizás por eso que llamé a José Julio Barberis tan pronto supe que teníamos problemas con el master de proyección de Boris Ryzhy, el documental de Aliona van der Horst que presentamos en el último EDOC. Apenas cinco horas antes del inicio de la función nos dimos cuenta de que el master subtitulado del filme no estaba en condiciones de ser usado. Recapitular la secuencia de errores que habíamos cometido no tenía sentido entonces ni lo tiene ahora. Solo teníamos por delante la misión de enmendarlos a tiempo.

Era la primera vez que lo llamaba. Antes apenas había conversado un par de veces con él. Estaba con amigos en el Valle de los Chillos y, aunque tenía pensado venir al EDOC esa noche, la idea de sentarse a trabajar en la tarde de ese domingo soleado no lo entusiasmaba. Yo le hablaba desde el Itchimbía, a pocos pasos de la realizadora -a quien no di noticia del problema-, y con toda la adrenalina del juego le expliqué mi plan: José Julio improvisaría la subtitulación simultánea de Boris Ryzhy en las horas que nos quedaban. No solo confiaba en su profesionalismo, del que tenía certeza, sino sobretodo en su serenidad. Como prueba de que poseía ambos talentos, José Julio no se amilanó, aunque no dejó de advertirme que mi plan era un locura.

Ese fue el gesto que me hizo saber que había encontrado un amigo. Como a mí, y aunque lo callara, a él también le gustaba el peligro. A las cinco de la tarde, dos horas antes de la función, estaba en el sótano del Ochoymedio preparando el documento a partir de los subtítulos malogrados. A las seis dejó el render en marcha y fue a su casa a buscar la pantalla y los demás accesorios de la subtitulación. Proyectaríamos la cinta master en inglés y simultáneamente los subtítulos desde una computadora. Todo esto si el render terminaba a tiempo o, al menos, antes de que el público nos mandase al demonio. Para entonces ya más de cien personas esperaban la función en la antesala del cine. A las 19H00 les pedimos disculpas y les llevamos vasos de agua y media hora más tarde las hicimos entrar a la sala. Todo el prestigio del festival recaía sobre las espaldas de José Julio que sosegadamente transpiraba la demora del render que se hacía en dos computadoras. La función empezó con una hora de retraso.

Es curioso que la película que iba a subtitular fuese Boris Ryzhy. Aliona, realizadora holandesa de origen ruso, había descubierto por casualidad al "poeta de la perestroika" cuando se aficionó a las canciones de una banda punk que había musicalizado sus poemas. En ese momento decidió que su breve obra contenía toda la poesía que le interesaba leer. Nacido en una ciudad industrial de la era soviética en 1975, a Boris Ryzhy le correspondió vivir la atroz caida del sistema comunista. Su generación, dice él, fue una generación de gangsters y guardaespaldas. Casi todos sus amigos habían muerto cuando escribió los claros y tristes poemas que recuerdan esos años y esa geografía de edificios y lápidas, y que hablan de la cualidad densa y al mismo tiempo vana de nuestra existencia, independientemente del lugar donde hayamos nacido o de las circunstancias en las que vayamos a morir.

Digo que es curioso que hubiese sido esa la película que José Julio iba a subtitular esa noche, el 16 de mayo de 2010, porque Boris Ryzhy se suicidió en el 2001 a la edad de 26 años, la misma edad a la que José Julio había llegado pocos días antes y que era la que tenía el viernes pasado cuando nos sorprendió la noticia de su muerte. Nada, o quizás poco, o quizás mucho, hay en común en las vidas de José Julio Barberis y de Boris Ryzhy, el montañista colmado de voluntad y el poeta hooligan de Yekaterinenburg. Pero haya sido poco o mucho lo que los unía, está claro que se encontraron ese día, cuando José Julio tecleó una a una cada línea de los subtítulos de una película que no había visto nunca, leyendo y escuchando el diálogo en inglés y en ruso con la intensa atención de quien sabe que está en escena y que, por lo tanto, no tiene derecho a errar ni a rendirse.

Llevaré por el tiempo que me quede la memoria de su generosidad.

Manolo Sarmiento

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